Perdí a mi padre a la edad de 21 años, una edad bastante tierna para estar sin padre. El mundo llegó a un final abrumador para mí, pero finalmente, como dicen, hay un poder que llamamos “Dios” o “Universo”.
Me dio una fuerza inmensa para curarme de la pérdida más grande de mi vida. Por la gracia de Dios, los miembros de mi familia de primera mano, es decir, mi tío, mi tía y mis primos, fueron demasiado cariñosos y de apoyo, siempre estuvieron a nuestro lado, lo que hizo nuestra vida un poco más fácil. Con el paso del tiempo las cosas se volvieron un poco más suaves.
El mayor desafío fue traer a mi madre de los recuerdos más tristes. Ella solía romperse a menudo. Yo y mi hermano solíamos anhelar su única sonrisa. Era como ser madre de madre. Esa fue en realidad la parte más difícil.
Pero creo que cada fase de la vida te enseña una lección de por vida. Esta fase sin mi padre me enseñó a ser una persona emocionalmente fuerte, más independiente y práctica.
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La lección más importante aprendida es que “la vida es terminal, va a terminar, y no tienes ni idea de cuándo, cómo y por qué. Y, por esa razón, vive cada día como el último”.